De la patria (I)

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ELEUTERIO.- Salía yo entonces de mi casa y, no habiendo caminado más de 100 codos, caigo en el detalle de que no llevo sandalias y mis pies sufren las irregularidades del sendero. En el cielo se formaba una terrible tormenta y, llegando yo al supuesto barco que habría de llevarme, advierto que no se trata más que de un atajo de maderas al que alguien, muy optimistamente, le había añadido un remedo de velamen. Ante mi reticencia, una mano invisible acaba enpujándome a bordo, si es que tal término marinero se pudiese aplicar a semejante embarcación, mientras veo en la orilla a mi madre y a mi amada Helena despedirme envueltas en llanto y cubriéndose la cabeza con un velo. Mis rodillas se doblaban al encuentro una de la otra y un escalofrío me subía por la espalda cuando el capitán, timonel y único tripulante gritó: “¿han soltado ya las amarras?”. Gireme hacia él ante tan sorprendente pregunta y descubrí, con horror, que sus dos ojos eran tan blancos como la niebla del piélago que se extendía ante nosotros. No pude ahogar un quejido de pánico, a lo que él me respondió con la mayor soltura que “tú vete diciéndome izquierda o derecha, que del resto ya me encargo yo”…

PANDREMENO.- Amigo Eleuterio, me congratulo entonces hoy de que mi gallináceo centinela te despertase a tiempo de evitar que el miedo te impeliese a derramar en tu lecho aguas de más consistencia que las habituales en tus amaneceres.

TEOFILO.- Bien dices, oh sensato Pandremeno, y más después de la ciclópea merienda a base de pan de higo que todos nosotros compartimos ayer tarde, gracias a la estupenda mano repostera de la egregia madre de nuestro amigo Eleuterio y a la irracional aversión de éste a semejante manjar, del cual, no obstante, es obligado por su progenitora a ingerir grandes cantidades tres veces al día, con el bienintencionado fin de que no se enmohezca, pero de cuyos dos tercios, al menos, somos secretos beneficiarios los aquí presentes respondiendo a sus suplicantes lloros. He de decir que estaban ricos de sabor en grado sumo, pero yo mismo pasé una noche micénica, pues Toledo aún no existe, mientras la negra parca acechaba mi morada ante la sospecha de que los desasosegantes gorgoteos que de allí salían fuesen los últimos estertores de un difunto más que una pesada digestión.

ELEUTERIO.- Así habría sido como dices, oh Pandremeno, y con las hediondas características que en el relato de Teófilo se adivinan, pues no en vano hízome mi veneranda madre terminar todos los panes tras la cena con el pretexto de que la noche parecía venir húmeda y calurosa. Y a Zeus pongo por testigo de que no sabría decir cuántos fueron, pues su número superaba en mucho al de mis dedos.

TEOFILO.- Queridos amigos, como no gusto nunca de interrumpir discursos ni cambiar de tema sin al menos realizar un intento de hilar finamente un nexo a fin de desviar la conversación hacia nuevos terrenos, diré que al menos dos docenas serían entonces los panes que el deiforme Eleuterio se vio forzado a deglutir, pues veinte son los dedos que afloran en nuestras extremidades si sumamos aquellas que nos dan sustento al caminar y las dos superiores, destinadas a todo tipo de trabajos, unos más arduos y otros más placenteros, del mismo modo que veinte son los años, si mal no recuerdo, que fuera de su patria llevaba el gran viajero Taxidias, añorado amigo y vecino nuestro, hasta que le he visto aparecer por la esquina del ágora camino de nuestro emplazamiento, a donde está a punto de llegar, si es que a mi edad mis cansados ojos son aún dignos de crédito.

TAXIDIAS.- ¡Oh mis viejos y queridos amigos!¡Veinte años ha que partí a circundar el desconocido orbe y veinte años ha por tanto que os añoraba y soñaba con el momento de nuestro reencuentro, que tengo el placer de disfrutar ahora por gracia y favor de los dioses del Olimpo! ¡Eximio Teófilo, viejo y sabio amigo, a mis brazos ven para poder comprobar yo que despierto estoy y no durmiendo el sueño de aquellos llamados por los dioses! ¡Divinal Pandremeno, mi compañero de juventud, juventud por la que abandonado fui hace tiempo pero que en ti ha florecido aún más, pues, tal cual te veo ahora, así venías a mi memoria en los momentos en que nostos susurraba a mis oídos las felicidades dejadas atrás en esta tierra que ahora mis pies acarician con devoción más que pisan si por suerte antes no me ahogo por la falta de comas en mi emocionado discurso!

TEOFILO.- ¡Taxidias, digno de los dioses, a mis brazos!

PANDREMENO.- ¡Mi añorado amigo y compañero, mis preocupaciones veo volar ante tu presencia, pues sólo buenos recuerdos y futuras alegrías me traes!

TAXIDIAS.- ¿Y si mis ojos no me engañan, no es este apuesto joven Eleuterio, el hijo de Potirikrasis, el panadero, pues de él mismo pensaría que se trataba si el tiempo no pasase para todos excepto para los inmortales dioses entre los que no nos encontramos? Apenas un tambaleante niño era cuando partí y me encuentro ahora con un hombre digno de ser semidiós.

ELEUTERIO.- Así es, querido Taxidias, al cual también yo tengo en gran estima a raíz de los numerosos relatos que bajo este olivo he escuchado de boca de nuestros comunes amigos, pues desde que tengo uso de razón gusto de compartir con ellos las apacibles tardes que nuestro benévolo clima nos regala.

TAXIDIAS.- ¿Y tu padre descansa ya a esta hora para levantarse horas antes del alba a hornear el divinal pan con el que almorzaremos todos al día siguiente?

ELEUTERIO.- Cierto es que veinte años llevas fuera de nuestra querida polis, egregio Taxidias, pues diecinueve hace ya que mi padre hornea el pan a los dioses tras un mal golpe en la cabeza con un ánfora de vino.

TAXIDIAS.- Me entristecen en grado sumo las noticias que a mis oídos traes, joven Eleuterio. ¿Tan mala suerte le trajo la parca para que un ánfora le cayese de tan mal grado sobre la cabeza?

ELEUTERIO.- Más bien fue la divinal cabeza de mi padre la que fue a dar con el ánfora de vino tras haber acabado antes con todo su contenido, cayendo de tan mal modo que acabó su testuz en un ángulo excesivamente agudo respecto al tronco para la fisonomía propia de un hombre. Así fue como su cuello y no su hígado, al que apuntaban todos los indicios, acabó por llevarlo al embarcadero de Caronte antes de tiempo.

TEOFILO.- Mas no hablemos de cosas que nos entristecen y sí de la gran alegría que supone tu regreso, oh bienaventurado Taxidias. Imagino que gran alegría habrá supuesto tu vuelta en tu casa, donde dejaste mujer y dos bellas niñas que mujeres son ya.

TAXIDIAS.- En lo cierto estás, Teófilo, aunque bien es verdad que, a pesar del gran sollozo y emoción que el reencuentro produjo, en lo terrenal encontrelo asaz austero, acostumbrado como estoy ahora a las hecatombes realizadas en mi honor allá donde mi barco tocaba tierra, así como a las ricas vísceras que a mí eran entregadas en primer lugar en señal de amistad y bienvenida. Joyas e incienso recibía como regalos y bellas vírgenes danzaban ante mis deslumbrados ojos mientras los más dulces néctares se me servían en copas de oro. Frente a todo eso, tres spanakópitas, un vaso de vino y una regañina por masticar con la boca abierta se me antoja poco espléndido.

PANDREMENO.- Ay, 10 dracmas daba yo por disfrutar eso al menos una vez por luna. ¿Y a tus hijas has visto, que casadas están ya ambas con apuestos jóvenes?

TAXIDIAS.- Aún no, mas ardo en deseos de ello. Al parecer, ante la noticia de mi llegada, que por el barrio corrió como el agua en las tormentas de otoño, una dijo tener que hacer ciertas compras de urgencia y que le venía fatal (palabra ésta que, seguramente debido a mi larga ausencia, no conocía yo aún) y la otra preguntó por tres veces que quién decían que era el que había llegado, a lo que dicen las malas lenguas que mi esposa le repitió “el zángano de tu padre”. Sin embargo, la alegría me embarga al pensar en que en mi hogar estoy de nuevo, pisando con mis pies la tierra que me vio nacer y que tanto he añorado todo este tiempo.

PANDREMENO.- Mucho me temo, queridos amigos, que yo habré de escuchar la continuación de la historia mañana, pues ahí llega mi hijo Argímaco y cuando rápido le veo correr, noticias trae de mi esposa y a fe que nunca suelen ser buenas.

ARGIMACO.- Padre, decía madre que ya estás andando a la lechería a comprar queso para las tirópitas, pero yo le he hecho ver que no era cierto, que estás aquí sentado con tus amigos, a lo que madre me ha dicho que te diga y que tú lo entenderás.

PANDREMENO.- No había necesidad de consultar el oráculo para adivinar algo parecido, queridos amigos. Las sandalias de Hermes me calzaría si pudiese para salir de aquí como el viento. Mañana nos veremos, oh queridos amigos.

TAXIDIAS.- Cierto es. De todo esto largo tiempo tendremos de hablar mañana, añorados compañeros, pues ya el día cae y ansioso estoy de regresar a descansar sobre el lecho que veinte años lleva mi espalda sin hollar. Quedad con los dioses.

ELEUTERIO.- Bien dices, oh Taxidias. Mañana la jornada es larga en el trabajo y mejor haremos en reposar nuestros cuerpos por lo que pueda acontecer. Descansad, amigos. Hablaremos.

ARGIMACO.- ¿Y tú, Teófilo? ¿A tu hogar no regresas?

TEÓFILO.- Mi gran amigo, Argímaco de alma pura. Si te refieres al lugar techado donde en la noche se resguardan los hombres de la intemperie y descansan de los esfuerzos del día al calor de un plato de sopa, tras el barrio de los artesanos, al final de la vereda, tengo lo que llamo casa. Pero por hogar entiendo yo un estado superior al que representan esas cuatro paredes, las cuales ni siquiera se acordarán de mí el día que entre ellas ya no more. Hace mucho que allí nadie me espera, pues aquellos a quien consideraba los míos años ha que fueron llamados por los dioses a compartir con ellos el eterno devenir de los tiempos. No puedo dar mi voz a otros oídos ni alegrías y tristezas ajenas llegan a los míos. De los guisos soy juez y única parte. De la oscura soledad, el único compañero. Así pues, si he de referirme al lugar en el que no soy sólo uno y donde tras faltar no caeré en el olvido, de otro hogar no presumo sino de la sombra de este olivo.

ARGÍMACO.- ……………¿Te gustan los melocotones?

TEÓFILO.- Me encantan.

ARGÍMACO.- Mañana traigo uno y lo comemos a medias.

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De cómo el tiempo cambia a las mujeres o el cristal con el que son vistas.

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ELEUTERIO.- Cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, yo, el caro hijo de Odiseo, me levanté de la cama, vestíme, colgué del hombro la aguda espada, até a mis nítidos pies hermosas sandalias y, semejante por mi aspecto a una deidad, salí del cuarto. Enseguida mandé que los heraldos, de voz sonora, llamaran al ágora a los melenudos aqueos. Pero he aquí que no fueron sus pregones lo que a mis oídos llegó, sino el alarido estridente y cacofónico del gallo de mi buen vecino Pandremeno, que por enésima y no última vez, me temo, hacía desvanecerse mis sueños para caer yo sobre el duro mármol de la realidad cotidiana.

TEOFILO.- En verdad puedo decir, oh, amigo Eleuterio, que a diario me siento conmovido por tus penurias matutinas, que tienes a bien compartir con nosotros, ineludiblemente, todas las tardes en este sereno rincón a la sombra de un olivo, por contraste sito dentro de este animado ágora que a nuestra ciudad tiene a bien servir de centro geográfico, escenario de comercio, lugar de conversación o bullicioso escondite a los ojos de alguna esposa malhumorada, según los casos. Y quizás en este último se encuentre nuestro amado amigo y vecino Pandremeno, pues por el camino le veo acercarse más atento al trecho recorrido que al aún por recorrer.

PANDREMENO.- Buenas tardes, buena semana y buen mes, oh, mis queridos amigos Teófilo y Eleuterio, pues todo ello comienza y en nuestras costumbres está el desear que os sea propicio. ¿Qué conversación os tenía ocupados, inmersos como os veía al venir en animada charla?

TEOFILO.- Eleuterio me relataba su sueño de anoche, con el traumático y avícola fin común a todas las fantasías que le sobrevienen cuando es mecido por los confortables aunque poco resistentes brazos de Morfeo.

PANDREMENO.- No puedo menos, oh, mi querido Eleuterio, que sentirme en parte culpable por tus súbitos amaneceres, pues de mi hogar proviene la fuente inagotable de tus perturbaciones y las de tu venerada madre, la cual no gana para limpiar los estropicios que las ensoñaciones producen en tu lecho.

ELEUTERIO.- No, mi apreciado Pandremeno, esta vez las suaves telas que mi apolíneo cuerpo cubren en la noche se vieron libres de sus habituales humedades, pues era yo ahora un aguerrido y admirable héroe legendario luchando por la noble causa del honor de su familia, aunque no descarto que, de haber tenido un rato más, mi varonil presencia no hubiese acabado en el gineceo del palacio ante los ardientes suspiros de alguna doncella…

TEOFILO.- De los ardientes suspiros de alguna doncella parecía huir Pandremeno cuando con nosotros hace poco se reunió, ¿no es así, oh, querido amigo?

PANDREMENO.- Más bien sulfurosos alientos exhala por su boca mi esposa Circenia, a la que en buena hora despojé yo del rango de doncella, cuando se prueba miríadas de clámides en el puesto de las telas con la vana pretensión de que le caigan como a las esbeltas korés que el sastre exhibe al público a modo de reclamo. Yo, en mi sempiterna inocencia, hágole ver la diferencia y entonces ella me da argumentos para pensar que su parentesco con la Gorgona es de primer grado.

ELEUTERIO.- Por hombre juicioso y noble te tenemos tus amigos, oh, Pandremeno, mas a veces invitas a creer que eres un punto exagerado en tus sentencias, pues a Circenia todos la vemos como mujer de bella estampa y afable carácter, tal y como tú te empeñas continuamente en negar. ¿No es así, oh, sensato Teófilo?

TEOFILO.- Así es como dices, oh, deiforme Eleuterio, mas a la opinión de Pandremeno habremos de dar su justo peso, pues no en vano comparte vida y lecho con Circenia desde hace ya más de una década y, como todos sabemos, la opinión surge del conocimiento, por lo que más conocimiento habrá de tener sobre el carácter de Circenia quien a diario lo tiene bajo su mismo techo, ora compartiéndolo, ora sufriéndolo.

PANDREMENO.- Sabiamente hablas, oh, egregio Teófilo, y el joven Eleuterio habría de prestar buenos oídos tanto a tus sabios consejos como a mis variopintas experiencias, pues es sabido que él corteja a la bella Helena, sobrina de Circenia, y es muy posible que de la misma cuna haya heredado las mismas virtudes.

ELEUTERIO.- De eso no has de tener duda, buen Pandremeno, pues no sólo la belleza de la propia Afrodita impregna su rostro y figura, sino que también, como tú admites, todas las virtudes conocidas adornan su carácter.

PANDREMENO.- Joven eres, Eleuterio, y enamorado estás de aquella por quien bebes los vientos y mojas las sábanas. Mas cuídate bien de que las virtudes de la excelsa Helena no vayan más allá de las que los espejos reflejan. “Llena de virtudes te doy a mi hija”, me dijo mi difunto suegro, que en el Hades me espere atizando la fragua por muchos años. Lo que no me llegó a decir es que sus virtudes consistían en manejar diestramente el palo de la escoba y no para barrer, en tener el don de la ubicuidad para aparecer allá donde se destape un ánfora de vino en mi presencia y en lanzar en dirección a mi cráneo la piedra de moler el grano como sólo creía yo que era dado hacer a aquellos discóbolos que triunfan en Olimpia.

TEOFILO.- Ambos dos, que no tres ni cuatro, estáis en vuestra parte de razón, pues de siempre es sabido que solteros y casados envídianse mutuamente las respectivas ventajas de sus estados y las circunstancias que les acompañan, mientras prestan ojos ciegos a aquellas contrariedades que equilibran la balanza. Quiere el soltero yacer con la mujer amada como hace el casado, mientras el casado añora la libertad de que gozaba cuando era soltero. Así pues, queridos amigos, mi amados Eleuterio y Pandremeno, gozad cada uno de aquello que os es propio en este tiempo, que lo que haya de venir, vendrá, y lo disfrutado, disfrutado estará.

PANDREMENO.- Oh, dioses, hemos de agradeceros que al sabio Teófilo nos hayáis dado por amigo cuando bien podíais haberle dado asiento junto al gran Zeus en el Olimpo. Siempre son justas tus palabras, oh, amigo.

ELEUTERIO.- Bien dices, oh, amigo Pandremeno. Y en mente tendremos tus palabras, oh, excelso Teófilo, ahora que ya la tarde agoniza y a nuestros hogares nos hemos de retirar. Oh, mis grandes amigos, mañana hablaremos. Descansad hasta entonces y que la noche sea benévola con vosotros, oh, mis generosos compañeros. Adiós.

PANDREMENO.- Sí, oh, joven Eleuterio y justo Teófilo. Oh, dioses, alumbrad mi camino ahora que a mi hogar vuelvo en hora, me temo, inoportuna. Adiós, oh, Teófilo.

TEOFILO.- Quedo en paz, oh, buen Pandremeno. Adiós, oh…………………………. No sé bien por qué, pero me apetece zumo de manzana fermentado.

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